Obras, radiales y elecciones

por Rafael Balanzá

 

Hay una obra arriba, en un edificio adyacente, que no me deja trabajar. La radial, como una soprano afónica y desquiciada, me saca del texto en cada frase. Me dan ganas de subir, quitarle la sierra al operario y descuartizarlo con ella, para que entienda de una vez que mi obra es mucho más importante que la suya para el futuro de nuestra especie. Lo malo es que ni la patronal de la construcción, ni las empresas dedicadas a las reformas, ni una legión de autónomos, ni mi generación en general, estarían de acuerdo con ese no demostrable axioma. Así que el momento matanza de Texas con el que fantaseo queda indefinidamente postergado y yo sigo golpeando las teclas, con tesón de currante, en condiciones infrahumanas. Los albañiles no son mis enemigos, pienso, y me conformo con esa idílica y vieja litografía que retrata la hermandad del trabajador y del intelectual. En otros tiempos resultaba creíble, pero hoy ya no la compra nadie. Sin embargo, me queda el consuelo, claro, de que otros escriben en áticos de lujo o en chalets acristalados con piscina climatizada y únicamente producen zurullos, al menos si comparamos sus deleznables obras con mis mejores resultados.

Cuando estoy escribiendo lucho siempre con la misma pregunta, como Jacob luchó con el ángel: ¿Por qué me tomo la molestia? Hay varias respuestas posibles, sí, pero ninguna muy convincente a estas alturas. La literatura que me rodea es un paisaje en ruinas. La República de las Letras se parece mucho a un episodio de la agotada serie "The Walking Dead". Sólo hay cadáveres hambrientos devorándose unos a otros. Veo, por ejemplo, a un brillante y original autor, especialista en relato breve, que prácticamente ha dejado de publicar. Veo a otro, más viejo, que ganó el Herralde en los 80 (cuando eso significaba algo) y a quien ya casi nadie hace caso. Sus libros son calificados con suspensos en las webs de reseñas democráticas, y sus primeras novelas -que tanto nos deslumbraron entonces- están destinadas a las lúgubres plantas de reciclado de papel. Hay uno que alcanzó el estatuto de leyenda viva de nuestras letras y rozó con la yema de sus dedos el oro del tiempo de la vanguardia. Nadie lo recuerda. Olmos nos explicaba en una de sus elegías literarias, no hace mucho, que casi nadie compra o lee ya los libros de Umbral. ¿Y qué piensan los jóvenes lectores de autores que gozaron del refrendo entusiasta de la crítica hace medio siglo? Que son más aburridos que ir a misa. Ese juicio vale por igual -según ellos, ellas y elles- para Juan Benet, o Miguel Espinosa, entre muchos otros. La muerte de Sánchez Dragó, en medio de este panorama, tiene un aroma triste de fin de época. Se sigue publicando, desde luego, no faltan candidatos a ocupar las plazas vacantes, pero sabemos con empírica certeza que los libros que son elogiados estos días en esos suplementos culturales a los que nadie presta atención serán olvidados, no en unos años, sino en pocas semanas. No paran de surgir grandes revelaciones que no revelan nada. La amnesia general de la literatura, del cine, de la filosofía… ha degenerado en una especie de alzheimer colectivo e irreversible… Y sin embargo yo sigo aquí, golpeando la tecla, mientras arriba machacan con la radial, y en las RRSS y en los medios chirría la información política, para llevar a cada rincón del país el tedio mortal de las elecciones.

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